Olga Manzano y Manuel Picón integraron, sin duda, uno de los dúos latinoamericanos más importantes de los que aterrizaron en España a mediados de los setenta, concretamente, en 1974. Olga nació en Angaco, provincia de San Juan (Argentina), el 13 de mayo de 1940. Muy joven, cursó estudios de canto, de danza y de teatro; actividades artísticas a las que ha dedicado toda su vida, bien como compositora, bien como intérprete y profesora.
Manuel nació en Montevideo (Uruguay) el 7 de febrero de 1939, y, al igual que Olga, cursó estudios de teatro y de música, sobre todo de canto y de guitarra. Su primera andadura artística fue la formación de un grupo llamado Los Tupambays, dedicado, fundamentalmente, a la interpretación de la música y de la canción tradicional uruguayas. Nacidos en países diferentes, pero muy cercanos, en marzo de 1967, Olga y Manuel se conocieron en Buenos Aires; el ecuentro ocurrió en la peña de Armando Tejada Gómez.
Olga trabajaba en aquella peña interpretando sus canciones, la mayoría de ellas del folclore argentino, y canciones compuestas por Osvaldo Avena2, que, en aquel momento, era su maestro de guitarra.
Mientras tanto, Manuel había tomado la decisión de trasladarse de Uruguay a Buenos Aires para intentar dar a conocer en Argentina el trabajo que desarrollaba con el grupo Tupambays.
Nada más llegar a Buenos Aires, alguien le habló de la peña de Tejada Gómez, e inmediatamente fue a visitarla. Al entrar la primera vez en aquel local, Manuel se encontró con Olga que, justo en aquel momento, estaba cantando.
El cantor uruguayo se quedó prendado de inmediato de la argentina; en primer lugar, por la fuerza y la calidad de su voz y de su calidad interpretativa, y, por supuesto, también, por su extraordinaria y éxotica belleza. Y surgió el flechazo. Poco después de conocerse, se unieron como pareja, y empezaron a compartir su vida y su pasión por la música y por el canto popular. En un principio, al tiempo que impartían clases de música y de canto a domicilio, continuaron actuando como solistas, es decir, cada uno por su cuenta. Pasado un tiempo –exactamente en 1970– el maestro Osvaldo Avena recomendó a Olga y a Manuel que empezaran a cantar juntos. Así lo hicieron, y dieron origen al dúo que bautizaron con sus nombres: Olga Manzano y Manuel Picón.
Uno de sus primeros trabajos como dúo fue el montaje de un espectáculo al que titularon Cantos a vuelo de paloma, en el que empezaron a contar con la colaboración de Indio Juan, con el que mantuvieron siempre una entrañable amistad. En 1973, la pareja tuvo su primer hijo, al que le pusieron el nombre de Tabaré, y en enero de 1974 decidieron trasladarse a España.
La situación en Argentina en aquel momento les resultaba muy complicada, tanto desde el punto de vista económico como desde el político; sobre todo, como consecuencia del pensamiento apasionadamente democrático que ambos compartían y de su confrontación radical con los brotes golpistas que, ya entonces, empezaron a surgir, y que, dos años más tarde, en 1976, impondrían por la fuerza como presidente de la República al teniente general Jorge Rafael Videla; sin duda, uno de los más crueles dictadores de la historia de Argentina. Ante esa situación, para Olga y para Manuel –pensando, sobre todo, en su hijo Tabaré– España era un horizonte de luz y de esperanza.
“España era para nosotros como una leyenda que a uno se le mete en el corazón –comentaba Manuel en 1985–. Teníamos de España una imagen romática, porque así nos la pintaban los poetas españoles y los emigrantes, y uno empezaba a imaginarse cosas que, desde luego, tienen que ver bastante con la realidad. Al llegar acá, España supuso para Olga y para mí ese puerto benigno y en calma que nos alejaba de la tempestad. España fue para nosotros como una droga, en el buen sentido de la palabra; en realidad, somos hispanoadictos”. Así, con esa ilusión, con una maleta, dos guitarras y un niño que acababa de cumplir ocho meses, Olga y Manuel aterrizaron en Madrid.
“Recuerdo –me comentaba recientemente Olga– que el día que llegamos fuimos directamente a la pensión Alonso, que estaba en la calle del Pez; pensión en la que pasamos los primeros meses de nuestra vida en España. Aquella misma noche, dejamos a Tabaré al cuidado de la dueña de la pensión, que era una señora muy amable, y Manuel y yo nos fuimos a dar un paseo por la ciudad y a celebrar nuestra llegada brindando con unos vinos y unos taquitos de jamón. Fue una noche inolvidable”.
Pocos días después, por mediación del poeta Félix Grande, con el que compartían una buena amistad, Olga y Manuel acudieron a la sala madrileña Candombe, en la que, en aquel momento, actuaban Claudina y Alberto Gambino, un dúo llamado Mate Amargo –integrado por Carlos Blanco Fadol y Rosa María Torres–, Omar Berruti y Víctor Velázquez. Hicieron una prueba, y a los pocos días los contrataron.
Ya plenamente integrados en España, y con cierta seguridad económica –gracias a sus actuaciones en Candombe–, Olga le propuso a Manuel embarcarse en una aventura musical diferente de la que venían desarrollando. Esta aventura se concretó, en 1974, en la adaptación y la musicalización de la obra teatral de Pablo Neruda Fulgor y muerte de Joaquín Murieta, escrita en 1967, en la que se narra la leyenda de un joven campesino chileno de diecisiete años que emigró hacia California, en 1850, en busca de oro, y que terminó su vida convertido en un mítico justiciero rebelde asesinado el 23 de julio de 1853, y al que se considera un símbolo del pueblo que lucha por su libertad y contra la injusticia.
Concluido aquel proyecto, Olga y Manuel entraron en contacto con Gonzalo García Pelayo y con Antonio Gómez –creadores y responsables de la serie de discos Gong, publicada por Movieplay–, e, inmediatamente, pusieron en marcha la grabación del disco y el montaje del espectáculo correspondiente. En aquel disco, publicado en 1974, Antonio Gómez, a modo de presentación, formulaba, entre otros, los comentarios siguientes:
“Este Fulgor y muerte de Joaquín Murieta, sobre texto de Pablo Neruda para canto y recitado, supone una total novedad en el campo de la música sudamericana y, sobre todo, en el marco de la música española, en donde nunca se había compuesto, grabado y editado nada de parecidas características.
“Manuel Picón adaptó el texto original de Neruda, encuadrándolo en los límites de duración que ahora conserva; también le puso música, y junto a sus compañeros (Olga Manzano, Lidia Tolaba, David Kullock, Ricardo Steinberg y Víctor Velázquez) pusieron en pie esta cantata que ahora es disco.
“La interpretación de esta obra es el fruto de la unión de tres elementos distintos del canto sudamericano.
“Por una parte un dúo: Manuel Picón y Olga Manzano que, cuando no hacen la cantata, llevan adelante un rico muestrario de ritmos y formas de Uruguay y Argentina.
“Luego, un trío: Alpataco, que forman David Kullock, Ricardo Steinberg y Lidia Tolaba. A ellos se debe, sin duda, la riqueza instrumental de esta cantata, una riqueza que es el desafío a la música popular de todo el mundo: es la quena, los sikus, el moseño, el erke, las mil formas de percusión, un desafío de sonoridad que ya estaba en América antes de la llegada de los españoles y que ha sabido no sólo mantenerse, sino mostrarse más nuevo cada día.
“Y, en tercer lugar, un solista: Víctor Velázquez, la voz de un cantor de larga experiencia que al día siguiente de acabar la grabación volvía a Argentina y era sustituido en esa continuidad diaria de este disco en su representación en los escenarios por el Indio Juan”. En efecto, ese espectáculo músico-teatral –presentado inicialmente en el colegio mayor San Juan Evangelista, de Madrid– recorrió, prácticamente, toda España, y consiguió un éxito extraordinario. Además, se hizo una grabación para RTVE, bajo la dirección de Luis Calvo Teixeira; grabación que obtuvo un segundo premio en el Festival Internacional de Milán de 1979. En 1975, Olga y Manuel tuvieron su segundo hijo, una niña a la que llamaron Trilce, y grabaron, de nuevo con la producción de Gonzalo García Pelayo, su segundo gran éxito discográfico.
Aquel disco se llamó genéricamente Caraballo mató un gallo (Movieplay, 1975). En él, además de la canción que le da título, basasada en un texto popular, Manuel incluyó cinco temas propios –Sobre el tiempo y el mar, El caballo Camilo, El tambor de Gutiérrez, Muerte del negro Cala y la extraordinaria canción Carta del soldado. Estas canciones se complementaron con tres magníficas versiones: una sobre el poema “Caminando”, de Nicolás Guillén –musicalizado por Manuel–; otra, de la canción de los Olivareños titulada El candombe nacional, y una deliciosa interpretación del canto popular conocido como Duerme, negrito. Por aquellas mismas fechas, Gonzalo Reig –cofundador del grupo Calchakis– diseñó y abrió un local en pleno Madrid de los Austrias, al pie del Viaducto, llamado Toldería; local que llegó a convertirse, durante los años setenta y ochenta, en una especie de templo de la música latinoamericana. Manuel Picón y Olga Manzano, tras participar en la inauguración de aquel local, lo convirtieron en una especie de segunda casa a la que acudíamos todos a escucharlos y a disfrutar de sus canciones.
“Por los laberintos del Madrid antiguo –comentaba Manuel–, bajo los arcos que sostienen el Viaducto, está Toldería, enclavada en las bases de un viejo edificio esquinero. No es más que un boliche; sin embargo, para nosotros, se ha convertido en una suerte de puerto nocturno donde el músico sudamericano que llega a España recala, abraza viejos amigos, hace otros nuevos, canta, deja su grano de arena, recoge aliento y sigue hacia el norte, o bien, se afinca. Estos trashumantes de guitarra al brazo han ido dejando un sedimento que se respira en la semipenumbra de la sala. Noche a noche, sin que nadie lo proponga, el clima se forma, el rito se cumple, natural, entrañable, sin otro rigor que el culto a la música del lejano continente”. En 1977, aparecieron en el mercado, publicados por Fonomusic dos nuevos discos de Olga y Manuel: Aguardiente y Papá Bolero, auténtica joya que hemos rescatado ahora, dentro de la colección El canto emigrado de América Latina, como homenaje a Manuel.
A aquellos dos discos –y siempre con Gonzalo García Pelayo como productor–, los siguieron Guarda el nombre de este amor (Fonomusic, 1978) y Los versos del capitán (Fonomusic, 1979, bellísimo disco en el que Manuel musicalizó e interpretó, junto con Olga, diez de los poemas de amor integrados en el libro que Pablo Neruda escribió con ese mismo título; sin lugar a dudas, el mejor disco editado en España sobre canciones basadas en versos del gran poeta chileno. El mismo año de la grabación de Los versos del capitán nació Nagot, tercer hijo del matrimonio. En la década de los años ochenta, el trabajo creador que desarrollaron Olga y Manuel fue muy intenso: aparte de sus continuas actuaciones por toda España, grabaron cuatro nuevos discos y estrenaron cuatro espectáculos teatro-musicales.
Estos discos fueron Canción de esquina (Fonomusic, 1981), Una fuerza natural (Fonomusic, 1983) –en el que integraron dos nuevas canciones basadas en los ”Versos del Capitán”, de Pablo Neruda–, Marea negra (Tecnosaga, 1988) –magnífico LP en el que Olga y Manuel cantan, entre otras, tres bellísimas canciones de Luis Barros, extraordinario compositor uruguayo– y Canto rodado, publicado por el Gobierno de Canarias, en 1989, con canciones compuestas por Manuel sobre poemas de Pedro Lezcano. Más recientemente, se ha editado un CD recopilatorio, titulado Olga Manzano y Manuel Picón. 18 grandes éxitos (Dro, 2003). Respecto a los espectáculos teatro-musicales montados por Olga y Manuel, a lo largo de los años ochenta, destaca, en primer lugar, el estrenado en el teatro Salamanca, de Madrid, en junio de 1983, con del título de Sudacas; obra en la que también participaron Claudina y Alberto Gambino y Rafael Amor. Ese mismo año pusieron en escena, en El Gayo Vallecano, de Madrid, el monólogo Un argentino en Madrid, escrito y representado por Manuel, bajo la dirección de Olga; obra a la que siguieron Concierto desconcertado, y la cantata Don Cristóbal de los Pájaros, estrenada en el teatro Coliseum de Santander, el 11 de octubre de 1985; obra planteada, por Olga y Manuel, como una actividad cultural verdaderamente alternativa a los numerosos actos que se programaron, por toda España, con motivo de la celebración del V Centenario del Descubrimiento de América.
Pocos años después, Manuel murió como consecuencia de un ataque de asma. Fue el 7 de septiembre de 1994. Muerte dolorosa y trágica que nos dejó, a muchos, un gran vacío en el alma; habíamos perdido a un amigo y a uno de los referentes más claros, llegados a España, de la sensibilidad, de la música y del canto de América Latina. “El último recital que dimos, como dúo y como pareja –me cuenta Olga– , fue la noche anterior en el teatro Príncipe, de Madrid. Sólo había catorce espectadores; los catorce, al final del recital, puestos en pie gritaban: ¡Bravo!, y uno de ellos, espontáneamente, exclamó: Hasta las butacas tendrían que pagar vuestra labor”.
Tras la muerte de Manuel, Olga tuvo que reconstruir a fondo su vida y su identidad artística teniendo que asumir –con un dolor desgarrador– la definitiva ausencia de su compañero, al que amaba profundamente, y la responsabilidad de mantener e inyectarle ánimo a una familia que, de repente, tuvo que renunciar a la presencia y a la figura de un padre, que, como Manuel, había sido siempre un luchador de extraordinaria personalidad. Aquel fue un reto, nada fácil, que Olga afrontó con una enorme fortaleza, sin dejar, por ello, el tránsito por difíciles momentos de intensa oscuridad; momentos que felizmente supo ir superando gracias, precisamente, a la fortaleza a la que antes hacía referencia. Justo a los siete meses de la muerte de su compañero, Olga decidió volver a cantar –ahora como solista–, reinterpretando gran parte del repertorio compartido anteriormente con Manuel, e incorporando temas inéditos, compuestos por ambos, que nunca fueron grabados, ni incluso integrados en sus conciertos.
Sus primeras actuaciones –acompañada de Daniel Petruchelli y de su hijo Nagot–, fueron, a mediados de 1995, en el auditorio de Comisiones Obreras, en Madrid, participando en un ciclo de conciertos, dedicados a los cantautores; conciertos que se multiplicaron por toda España, y entre los que hay que destacar la reposición de Fulgor y muerte de Joaquín Murieta –acompañada por, entre otros artistas, de Indio Juan, Tacún Lazarte y Aníbal Aveiro–; la presentación, junto con Rafael Amor, del espectáculo titulado De aquí y de allá –que se estrenó en el Centro Cultural de la Villa de Madrid, el 1 de diciembre de 1995–, y sus recitales, siempre esperados y deseados, en las salas Clamores y Galileo Galilei, de Madrid. Por otra parte, Olga intensificó su ocupación en otras dos líneas de trabajo, que desde siempre le interesaron. Me refiero, en primer lugar, a su actividad como directora de teatro. Olga ha dirigido, entre otras, obras como: Malditos poetas; La cantante calva, de Eugène Ionesco; Las cartas boca abajo, de Buero Vallejo; ¡Ay Carmela!, de José Sanchís Sinisterra; Macbeth, de William Shakespeare, y una vesión de El decameron, de Giovanni Boccaccio, escrita por ella misma.
En segundo lugar, intensificó su trabajo en una escuela de teatro a la que llamó TEFA (Taller de Ensayo y Formación del Actor), impartiendo clases de interpretación, expresión corporal, voz y canto; e investigando en lo que ella ha calificado como “Los caminos de la voz”, investigación que desarrolla en su libro Los caminos de la voz y los nueve resonadores, que va a ser publicado por Fundación Autor. En el marco de su actividad como profesora de voz y de técnicas de canto y de interpretación, han surgido sus clases y sus enseñanzas a actores e intérpretes como Ángela Molina, Javier Bardem, Natalia Verbeke, Mapi Galán, Remedios Cervantes, Rafael Amargo, Pablo Guerrero, Rodolfo Sancho, Pedro Sanz, José Salinas, Javier “Pecas” –del grupo Doggo–, u Oscar Demon –del grupo Urban Dux
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